Opté por asumir el papel de Inspector de Policía que me daría acceso al interior del almacén y a poder preguntar al personal sobre las circunstancias en las que apareció el cuerpo.
− Inspector Watson de Scotland Yard –mentí-, ¿y usted es?.
− Otra vez, por aquí –gruño Jimmy.
− Quería ver el almacén –continué sin dar importancia a su tono de protesta-, y hacer unas preguntas.
− No me joda –dijo en un tono agresivo-, sus compañeros pasaron aquí tres días, con el almacén cerrado. Y cuando esto cierra, yo no gano dinero. El ricachón estaba en un lugar equivocado y se encontró con alguien más fuerte que él, donde nadie podía defenderle. No hay más que decir.
Acompañó sus palabras estirando el brazo izquierdo para agarrar el pomo de la puerta con intención de cerrar.
− Espere –dije, mientras trataba de sujetar la puerta con mi brazo derecho.
Sin darme cuenta, el puño de su brazo derecho chocó contra mi pómulo izquierdo lanzándome de espaldas.
Me recobré del golpe, recuperé mi bastón y me puse en pie sacudiéndome la ropa. Dos cosas quedaban claras. Que no iba a sacar información sobre el paradero de Holmes en el almacén y que el tal Jimmy tenía un formidable directo de derecha.
Mi pómulo empezaría a hincarse, por lo que descarté acudir al Museo Británico en este estado.
Sería mejor que fuera a casa, me pinchara para evitar que el acumulo de sangre y me aplicara un ungüento de árnica montana si quería estar visible para el día de mañana.
Descarté la idea de caminar hasta casa, pues recorrí ligeramente aturdido el camino hasta Cable Street, donde tomé un Brougham.
− Al 221B de Baker Street, por favor.
Sin embargo, con el movimiento las náuseas comenzaron y tuve que hacer parar al cochero para vomitar. Creo que mi cuello se resintió con el golpe.
Después de curarme, pasé toda la tarde peinando pulgada a pulgada el escritorio de mi amigo en busca de alguna nota, algún mensaje que pudiera arrojar luz sobre su paradero. Pero fue infructuoso.
La noche me sorprendió tratando de descubrir, con la ayuda de la señora Hudson, la ausencia de algún otro objeto por las distintas estancias de la casa. Pero aquello era dar palos de ciego.
− Ya conoce usted al señor Holmes -tranquilizó ella-,.. No se preocupe. Aparecerá cuando menos le espere.
Definitivamente, el día de mañana debería enfocar mi búsqueda de otra manera, quizá tuviera más suerte en el Museo. Me tumbé, algo turbado por mi incompetencia en el día de hoy y todavía dolorido por el golpe.
Abrí los ojos alterado. Sentí una presencia. A medida que me incorporaba en la cama, entreví una figura sentada a la silla que habitualmente utilizaba para calzarme, junto a mi armario.
− ¿Quién es usted? –dije en un tono de voz cercano al grito, para tratar de asustar al
intruso.
− Relájese, Watson –dijo una voz muy familiar.
− Holmes, es usted –dije más tranquilo, mientras encendía la lámpara de mi mesita de
noche-. Me tenía preocupado. Registré hoy su escritorio por si encontraba pistas sobre
su paradero. Fui a buscar su rastro a un almacén en Pennington Street.
− ¿De verdad, Holmes? Estoy orgulloso de usted.
− Pero, ¿qué es lo que ha pasado?
− Ahora, ya no importa. Por la mañana se lo contaré. Esta vez no he logrado mi objetivo. Descanse, su pómulo no tiene buen aspecto.
Y salió de mi habitación con un gesto entre cansado y decepcionado.
FIN DEL JUEGO
¡FALLASTE! No fuiste capaz de encontrar a Holmes y él te encontró a ti.