− Caballero –dije haciendo alarde de amabilidad-, me gustaría que entendiera la importancia de lo que ocurre. Necesito entrar para hablar con Sir Edward Maunde Thompson para poder avanzar en el caso.
− Lo siento –dijo sacando un pequeño cuaderno-, puede darme su nombre y su
dirección. Cuando vea al señor Thompson le pasaré sus datos. Si él lo considera
importante, mandará un coche a su domicilio para recogerle.
− De verdad –dije con tranquilidad-, es importante que le vea ahora.
− Es lo único que puedo hacer por usted.
De mala gana, accedí a su propuesta. Sería cuestión de tiempo que el director de tamaña institución aceptara la ayuda que le pudiéramos prestar para la resolución del robo y, entonces, podría continuar con mi búsqueda de Holmes. El agente tomó los datos y se aseguró de que eran correctos repitiéndolos en voz alta.
− Señores Sherlock Holmes y John Watson, 221B Baker Street.
Decidí caminar la milla y media que cubría el trayecto hasta mi domicilio, para poner en orden mi cabeza. Me sentía frustrado por no haber podido acceder al interior de la sala, pero ahora sólo quedaba esperar. Quizá una búsqueda con mayor tranquilidad en el escritorio de mi amigo me podrá aportar una información complementaria. Además, ni siquiera sabía si había ido al museo, en vez de al almacén. O, incluso, si había ido a cualquier otro sitio.
Decidí tomar mi almuerzo en The Beehive en Crawford Street para apagar los sinsabores de la mañana. La prensa no recogía ninguna nueva actualización del robo, ni de la muerte en el almacén. Quizá mi preocupación por Holmes provenía no tanto de un peligro real como de mis propias inseguridades. Que yo nunca hubiera estado fuera de casa cinco días seguidos, no quiere decir que nadie pudiera hacerlo sin por ello estar en una situación amenazante.
Ya en casa, pasé toda la tarde peinando pulgada a pulgada el escritorio de mi amigo en busca de alguna nota, algún mensaje que pudiera arrojar luz sobre su paradero. Pero fue infructuoso.
La noche me sorprendió tratando de descubrir, con la ayuda de la señora Hudson, la ausencia de algún otro objeto por las distintas estancias de la casa. Pero aquello era dar palos de ciego.
− Ya conoce usted al señor Holmes. No se preocupe. Aparecerá cuando menos le espere.
Tampoco recibí nada positivo desde el Museo. Puede que el agente nunca hubiera hecho llegar la nota a su destinatario o que el caso ya estuviera resuelto. Definitivamente, el día de mañana debería enfocar mi búsqueda de otra manera. Me tumbé, algo turbado por mi incompetencia en el día de hoy.
Abrí los ojos alterado. Sentí una presencia. A medida que me incorporaba en la cama, entreví una figura sentada a la silla que habitualmente utilizaba para calzarme, junto a mi armario.
− ¿Quién es usted? –dije en un tono de voz cercano al grito, para tratar de asustar al
intruso.
− Relájese, Watson –dijo una voz muy familiar.
− Holmes, es usted –dije más tranquilo, mientras encendía la lámpara de mi mesita de noche-. Me tenía preocupado. Registré hoy su escritorio por si encontraba pistas sobre su paradero. Fui a buscar su rastro en el Museo Británico.
− ¿De verdad, Holmes? Estoy orgulloso de usted.
− Pero, ¿qué es lo que ha pasado?
− Ahora, ya no importa. Por la mañana se lo contaré. Esta vez no he logrado mi objetivo. Descanse.
Y salió de mi habitación con un gesto entre cansado y decepcionado.
FIN DEL JUEGO
¡FALLASTE! No fuiste capaz de encontrar a Holmes y él te encontró a ti.