El señor Holmes había predicho mi llegada al Museo. Si hubiera querido que fuera a la Torre de Westminster, podría haber utilizado las iniciales (WT) como hizo para su nombre. El dibujo del reloj también podría hacer referencia a la Worshipful Company of Clockmakers, o al reloj que luce la fachada de St Helen’s Church, Bishopsgate. Resultaba literalmente imposible adivinarlo.
Decidí caminar la milla y media que cubría el trayecto hasta mi domicilio, para poner en orden mi cabeza. Ahora tenía el convencimiento de que mi amigo tenía la situación bajo control por lo que, con mi ayuda o sin ella, podría arreglárselas. Lo más sensato era volver a casa y esperar a que se pusiera en contacto conmigo. Quizá una búsqueda con mayor tranquilidad en el escritorio de mi amigo me podría aportar una información complementaria.
Decidí tomar mi almuerzo en The Beehive en Crawford Street. Pasé un largo rato revisando que la prensa no recogiera ninguna nueva actualización del robo, ni de la muerte en el almacén. Con el estómago lleno, el paseo hasta el número 221B de Baker Street se me hizo demasiado largo.
Ya en casa, permanecí atento a cualquier sonido que me pudiera indicar la presencia furtiva de alguno de los chiquillos que Holmes utilizaba en ocasiones para el envío de mensajes. Pasadas las cuatro, sin recibir noticia alguna de mi amigo di por perdido el día.
La noche me sorprendió tratando de descubrir, con la ayuda de la señora Hudson, la ausencia de algún otro objeto por las distintas estancias de la casa. Pero aquello resultó infructuoso.
− Ya conoce usted al señor Holmes. No se preocupe. Aparecerá cuando menos le espere –dijo ella en un tono amable.
Ya estaba claro que el mensaje no quería transmitir la idea de que me quedara en casa. Aunque tampoco resultaba evidente que debiera haberme dirigido a ningún otro sitio en concreto. Definitivamente, el día de mañana debería enfocar mi búsqueda de otra manera. Me tumbé, algo turbado por mi incompetencia en el día de hoy.
Abrí los ojos alterado. Sentí una presencia. A medida que me incorporaba en la cama, entreví una figura sentada a la silla que habitualmente utilizaba para calzarme, junto a mi armario.
− ¿Quién es usted? –dije en un tono de voz cercano al grito, para tratar de asustar al
intruso.
− Relájese, Watson –dijo una voz muy familiar.
− Holmes, es usted –dije más tranquilo, mientras encendía la lámpara de mi mesita de noche-. Me tenía preocupado. Revisé hoy en su escritorio pistas sobre su paradero. Fui a buscar su rastro en el Museo Británico.
− ¿De verdad, Holmes? Estoy orgulloso de usted.
− Pero, ¿qué es lo que ha pasado?
− Ahora, ya no importa. Por la mañana se lo contaré. Esta vez no he logrado mi objetivo. Descanse.
Y salió de mi habitación con un gesto entre cansado y decepcionado.
FIN DEL JUEGO
¡FALLASTE! No fuiste capaz de encontrar a Holmes y él te encontró a ti.