Acompañé al señor Thompson hasta su despacho a través de una serie de pasillos que quedan ocultos a los visitantes al Museo. Del cajón superior de un escritorio de roble, que junto con un par de sillas constituían los únicos muebles de aquel amplio despacho, sacó un sobre y me lo tendió.
Rasgué el sobre y extraje de su interior un papel que desdoblé, esperando encontrar una explicación clara por parte de mi compañero de todo este desaguisado. Pero, nada más lejos de la realidad, la nota no hacía sino acabar de complicar mi búsqueda.
Me quedé largo rato observando el dibujo con cara extrañada.
− Señor Watson, ¿está usted bien? –dijo el director del museo.
− Sí, gracias –dije recuperando mi tono-. El señor Holmes es muy amigo de cifrar sus mensajes por si alguien intercepta sus comunicaciones. Lo que no se da cuenta es que, a veces, yo tampoco entiendo su mensaje.
El señor Thompson se acercó a mí y ambos contemplamos la nota. Pasamos un tiempo contemplando los dos extraños dibujos sin hablar, hasta que la situación se tornó incómoda.
− Le propongo algo, señor Watson –intervino el director-. Digamos aquello que se nos venga a la cabeza, como en esos juegos infantiles y, como caballeros que somos, respetemos lo que diga el otro, por muy ridículo que parezca.
− Sea –dije.
− Las letras S. H. dentro de un corazón –comenzó el director-, no hacen sino llevarme a pensar en mi Sweet Home (“Dulce Hogar” en castellano).
− Oh, le aseguro que nuestro hogar no puede considerarse como dulce –aseveré.
− Pues en ese caso –prosiguió el director-, su amigo le está ordenando algo: Stay Home (“Quédese en Casa” en castellano) y le indica la hora, las tres.
− Eso tiene más sentido –admití.
− Pero…
− Conociendo al señor Holmes y su ego –comencé-, me hace pensar que las letras son sus iniciales, Sherlock Holmes, aunque reconozco no entender lo del reloj.
− Hombre –saltó el director-, hay un reloj en Londres que se está haciendo bastante notorio. Es el reloj de la torre del Parlamento. Todos mis amigos franceses me piden visitarlo cada vez que vienen a pasar unos días conmigo.
− Ah –recordé-, se refiere usted al Big Ben.
− Pues nada, amigo –dijo el director-. Antes no tenía respuestas y ahora tiene dos que son opuestas. Decida pues, yo voy a continuar con mis labores.
Me estrechó la mano y partió, dejándome con la duda.
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