Holmes redactó una hoja destinada a Lestrade en la que detallaba lo que habíamos descubierto. Le pedía que reclutara a diez hombres de confianza y que acudieran al muelle quince minutos pasadas las seis de la tarde. Aquello no dejaba mucho margen al Inspector, pues estaban a punto de ser las cinco, pero tampoco daba margen para que se precipitaran y echaran a perder la operación. Así mismo, le informaba de nuestra intención de entrar en el almacén y desde allí proceder a detener a los malhechores.
Esta opción nos exponía menos frente a los hombres de McGregor que acudir al muelle, donde la situación podría complicarse para nosotros, y quizá nos daría la oportunidad de obtener alguna pista más que acabase de cerrar el caso.
Esperamos otra media hora en la tienda de animales, donde nos aprovechamos de la gentileza de Charles para salir vestidos con el uniforme de mozo que vestían sus empleados. Le agradecimos la ayuda prestada y salimos en dirección al almacén.
Caminamos la media milla que nos separaba observando que nadie nos siguiera. Pero, sobre todo, fuimos cautelosos cuando nos aproximamos al almacén. Teníamos una llave para entrar, pero debíamos comprobar si había alguien en su interior antes de probar si realmente funcionaba. Desde luego, parecía que desde Pennington Street nadie nos detectaría, pues el silencio era absoluto.
Propuse a Holmes que fuera él quien, vestido como estaba de trabajador de Jamrach, se acercara al almacén y preguntara por el desembarco. Mi amigo estudió la propuesta, pero consideró más útil que ambos permaneciéramos juntos. Observó las opciones disponibles y tuvo una idea al ver frente a Richardons’s la entrada de un pequeño cobertizo de madera abandonado.
Se agachó y del terreno sin pavimentar que configuraba la calle cogió una piedra. Caminamos hasta la cercanía del cobertizo y lanzó el canto atravesando una de las ventanas, junto a la puerta de acceso al almacén. Tras el estruendo provocado por la rotura del cristal nadie salió buscando al culpable. Cinco minutos más tarde, Holmes estaba con la llave de la mano, intentado que accionara la cerradura de aquella puerta.
─ No ha habido suerte, Watson ─dijo.
─ Entremos por la ventana ─propuse.
Quitamos los trozos de cristal que quedaban en la ventana y accedimos al interior del edificio. Siguiendo la lógica, el acceso al mismo por parte de los contrabandistas se realizaría a través de la gran puerta trasera que suponía el punto más cercano al muelle. Por tanto, para cuando quisieran descubrir la rotura del cristal, ya sería demasiado tarde.
El interior del edificio lucía un aspecto fantasmagórico, estaba prácticamente vacío a excepción de una pared en la que todavía estaban apiladas muchas cajas de madera a diversas alturas. Seguí a Holmes hasta al lugar donde había aparecido el cuerpo de Sir Arthur. Primero se quedó observando unas hendiduras en el pilar. Después contempló el suelo.
─ Efectivamente ─dijo Holmes-. Ve las marcas en el suelo. Indica que se ha movido una caja grande. El tigre estaría colocado aquí. Las marcas que presentaba el cuerpo, las marcas del pilar y las salpicaduras de sangre corresponderían con el ataque del felino. Watson, he fallado como investigador. Cuando vine, las huellas eran igual de claras, pero no fui capaz de dar una explicación.
─ Holmes ─repuse-, es totalmente normal. ¿Quién podría imaginar que un tigre iba a atacar a nadie en mitad de Londres?
─ Amigo ─contestó-, si nuestro trabajo consistiese en mostrar lo evidente, cualquiera podría hacerlo.
Permanecimos ocultos tras unas voluminosas cajas de madera. Por más que consultaba mi reloj, el tiempo pasaba lento y cierta excitación recorría nuestro cuerpo a medida que se acercaba la hora acordada.
Finalmente fueron las seis en punto, y nada pasó en el almacén. Después, el minutero marcó el primer cuarto, y la decepción nos embargó. Nos miramos y comprendimos que nuestro lugar era el muelle, junto con a los agentes de Scotland Yard que estarían procediendo a detener a los culpables. A lo lejos, sonaron varias detonaciones. Abandonamos nuestro escondite y nos encaminamos hacia la ventana. Sin embargo, un ruido en la puerta nos hizo retroceder y volver a ocultarnos.
─ ¡Por el amor de Dios! ─bramaba una voz que identificamos como la de Edward McGregor-. ¿Cómo han podido enterarse?
─ Se lo dije, señor ─dijo un hombre cuya voz no conocíamos-. Lo que hacemos está mal, y nos va a llevar a problemas.
─ ¡Quién te crees que eres! ─vociferó Edward y sonó un golpe seco-. No lo olvides Jimmy, soy un McGregor, soy tu jefe. No vuelvas a cuestionar lo que hago. ¿Entendido?
─ No, señor ─respondió Jimmy en voz baja-. Yo no cuestiono nada. Pero, ¿sabe una cosa? El padre de usted sabía que estaba haciendo las cosas mal. Y por eso quiso venir. Y por eso le dije que viniera a las ocho de la tarde de hace seis días, para que viera a qué se dedica su hijo.
─ Malnacido ─gritó Edward-, por tu culpa mi padre está muerto.
─ No, señor ─respondió Jimmy-. Usted hizo traer el tigre y la jaula sería poco resistente para el animal.
─ Has matado a mi padre ─dijo Edward en un tono de voz bajo.
─ Sólo le dije a qué hora venir ─contestó Jimmy en tono de disculpa-. Ni siquiera sabía que fuera a estar el tigre.
─ Soy Edward McGregor ─explicó-, tú mataste a mi padre, prepárate a morir.
─ Baja el arma ─dijo Holmes mientras salíamos de nuestro escondrijo y apuntábamos al señor McGregor con nuestros revólveres-, no añada un cargo por homicidio a su lista de delitos.
─ ¡Cielo santo! ─exclamó Edward sorprendido-. Usted, otra vez.
Recibimos la felicitación de Lestrade por nuestra investigación que terminó con el esclareciendo la muerte de Sir Arthur, el decomiso de una gran cantidad de opio y la muerte de Turi cuando disparaba contra los policías que acudieron al muelle.
Al día siguiente, mientras Holmes y yo disfrutábamos de un merecido té, observé la prensa y le mostré orgulloso la noticia que aparecía.
─ Watson ─dijo Holmes, mirándome con una sonrisa-, nada de esto habría sido posible sin su ayuda.
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